El cambio climático, la baja credibilidad en el sistema político, la desigualdad e inestabilidad económica mundial, nos permiten decir que Chile y el mundo están viviendo la etapa intermedia entre el colapso y la creación de un nuevo modelo social, económico y político. La pregunta es, entonces, ¿qué hacer en adelante? Hay que tratar de ser ecuánimes: el modelo neoliberal permitió a muchos alcanzar una calidad de vida notablemente mejor que la de nuestros abuelos, el acceso prácticamente universal a educación, salud y pensión de vejez, así como también al sistema crediticio ha permitido que miles de familias puedan acceder a bienes y servicios, gracias a su trabajo y tesón pero que de otra forma no hubiesen adquirido.
El problema principal es que siguen existiendo grupos que no pueden acceder a esos bienes y servicios. Es necesario sumar un factor histórico: Chile -y el mundo- es distinto del que vivieron nuestros abuelos hace 90 años. Hoy, las principales inquietudes de la población en Chile y países similares no están dadas por el acceso universal a los bienes y servicios, sino principalmente por la calidad de estos, eliminando la desigualdad social y la discriminación. Es distinto decir: “Quiero acceso a salud”, a “Quiero una mejor atención de salud”. La segunda petición ya incluye el logro de la primera.
Claramente la desigualdad social y la discriminación basada en género, raza, estrato social y preferencias sexuales, entre otras, no hacen más que polarizar a la sociedad y, por tanto, ratifica la idea de dos Chile: uno rico, más o menos homogéneo y que vive en lugares bien delimitados y otro que se enfrenta a la inestabilidad económica de forma constante, ahogados por las deudas y viviendo una pobreza multidimensional que casi triplica los índices de pobreza relativa.
El momento en que se evidenció la existencia de dos Chile, de manera patente, fue en la llamada “Revolución Pingüina” del año 2006. El Gobierno se enfrentó a estudiantes secundarios con una perspectiva nueva, justa y distinta de justicia social y, además, que utilizaban la participación directa en sus decisiones. El poder político no se percató que el sueño de esos jóvenes se transformó en una convicción. La autoridad de la época subestimó su movilización social, no vio que los padres de esos jóvenes sentían orgullo de su actuar y albergaban esperanzas de que algo cambiaría para bien. Esos mismos jóvenes volvieron a movilizarse con más fuerza durante el año 2011. Entonces promovieron discusiones políticas en diversas áreas y aprendieron cómo tomar decisiones, cómo sentarse frente a la autoridad política y qué era necesario para formalizar los acuerdos y a la vez mantener la presión social. El poder político no esperó, una vez más, que quienes se movilizaron en 2006 y 2011, también lo harán en su etapa adulta, cuando se integran laboralmente a la sociedad.
No debe extrañarnos que está situación llevase a la catarsis social plasmada el día 18 de octubre del 2019: el llamado “Estallido Social”. A los más ricos les estalló en la cara, pero para el grueso de la sociedad fue algo que se veía venir por la desigualdad existente, la discriminación social, el abusivo actuar por parte de policías, autoridades, comercios y tribunales de justicia, y los comentarios desdeñosos de las autoridades políticas.
Paralelamente, el principal problema del Estado, -y que sólo agravó la situación-, es que no está pensando el desarrollo del país, en el mediano y a largo plazo (20 años, por ejemplo) y sólo funciona con la lógica temporal de Gobiernos de 4 años. Y parece ser que a todos los colores políticos les acomoda esa forma banal de participar de la gestión del país. En Chile, la planificación Estatal se reduce en la práctica, al año presupuestario (12 meses), y así un programa más de una vez se queda sin recursos de un año a otro. Véase la cantidad de elefantes blancos desperdigados a lo largo y ancho del país. Esa estrategia, hoy está más claro que nunca que fracasó, es obsoleta en el mundo actual. Es cierto que las lógicas educativas, productivas, así como las necesidades de la ciudadanía cambiaron, pero ni la autoridad política, económica ni policial se dieron cuenta de ello. La ciudadanía ya no quiere representatividad, quiere ser partícipe de las decisiones.
Hoy se suma el COVID-19, que afecta a todo el mundo y que estamos viviendo dramáticamente. El manejo aparentemente improvisado de la pandemia, por parte del Gobierno Central, se debió a cinco causas: primero, se demostró que el Gobierno no quería entregar recursos adicionales inmediatos ni información precisa respecto a focos de contagio a las Municipalidades. Tampoco se entregaron las facultades necesarias con que los Alcaldes adoptaran medidas para enfrentar esta situación según las particularidades de sus territorios. Segundo, desde el 90’ en adelante, ante catástrofes y conflictos sociales –sin importar la Región– el Estado tiene una respuesta relativamente estandarizada y centralista. Tercero, no considerar sugerencias ni opiniones divergentes en la toma decisiones. Cuarto, la manipulación y centralización del poder, que no hace parte a la ciudadanía en la construcción de políticas públicas. Quinto, el temor latente de los gobernantes de influir en los mercados por miedo a espantar a los inversionistas.
En Chile, hasta hoy, hay niveles de contagios muy altos. El sistema de salud público aún no colapsa, pero está siendo parchado por el sistema de salud privado y por largo tiempo ha estado cercano al 90% de ocupación. Asimismo, en más de una oportunidad han modificado el método de conteo en el número de fallecidos lo que lleva a nuevas desconfianzas.
Es el momento para que las autoridades políticas se sienten en una mesa con la verdadera ciudadanía. O, por dignidad al menos, den un paso al costado para permitir formar un nuevo Congreso, ajeno a las castas políticas tradicionales. Y es que existe un camino alternativo, válido y legítimo: se puede aprender junto con las organizaciones que logran responder a inquietudes y necesidades de las personas, ajustando su oferta de bienes y servicios a cada individuo. Hablo de organizaciones asociativas que persiguen la satisfacción de necesidades y no solo la generación de utilidades. Es más, distribuyen sus “utilidades” (excedentes) entre los mismos asociados. Las organizaciones formales de este tipo son cooperativas, corporaciones, sindicatos, comités, asociaciones comunitarias funcionales y territoriales, entre otras. Pero también están las informales: campamentos, ollas comunes, préstamos familiares y redes de vecinos.
Ese tipo de organizaciones funcionan con principios que exigen, por ejemplo, inscribirse de forma voluntaria y decidir de forma democrática, conservando la autonomía e independencia en sus decisiones; trabajadores y/o usuarios, son copropietarios de la organización, controlando democráticamente su gestión y siendo co-responsables de errores y aciertos. Esto representa un cambio radical en la forma de ver las empresas, la forma productiva y la relación de las personas con el trabajo, porque el foco se pone en la satisfacción de necesidades y no sólo en el incremento de capital.
Quizá a estas alturas existan lectores que piensen, escandalizados, “¡está planteando comunismo!”. Este tipo de organizaciones no tienen color político per se, responden a necesidades comunes de forma pluralista e inclusiva. Aliarse para trabajar en conjunto no es una característica única de alguna tendencia política, sino que es parte del ser humano. Ejemplo de ello, en el área del comercio, serían: la CCS, Cámara de Comercio de Santiago (Asociación Gremial de grandes empresas); La CChC, Cámara Chilena de la Construcción (Asociación gremial del rubro de la construcción). También las Fuerzas Armadas y de Orden tuvieron la necesidad de asociarse: COOPERCARAB, multitienda para Carabineros de Chile y sus familias; Cooperativa de Consumo la Patria, supermercado y multitienda del Ejército para los suboficiales y familias de estos; SOMNAVAL, Cooperativa de Ahorro y Créditos para suboficiales navales; entre muchos otros ejemplos.
La asociatividad nos permite pasar de un modelo individualista a un modelo colaborativo en aspectos económicos, sociales y medioambientales de forma paulatina pero constante, apostando por el desarrollo sostenible y equitativo. Después de vivir la crisis ambiental, el estallido social, la escasez hídrica, las jubilaciones miserables, la desigualdad social y una pandemia que demuestra la vulnerabilidad de un sistema basado en el individualismo, la competencia destructiva y la maximización de utilidades sin pensar en la sustentabilidad de los recursos, sería absurdo pensar que las cosas cambiarán si es que seguimos haciendo más de lo mismo. Sencillamente, no podemos esperar crecer infinitamente cuando sabemos que los recursos que nos puede proporcionar este planeta son finitos. Es hora de despertar, antes que el sueño se vuelva una pesadilla que nos alcance hasta el mundo real.
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